Con las campanadas que ponían fin a 2018, se consumó la muerte anunciada del carbón español. Atrás quedan las luchas por reivindicación mejoras laborales para niños, mujeres y hombres; por regular las jornadas; por reconocer las enfermedades profesionales… en definitiva, por salvar un sector muy poco competitivo que solo pudo prosperar al calor de la protección arancelaria y de las subvenciones estatales.
Es inevitable asociar la imagen del carbón a la de las fábricas humeantes de la revolución industrial y a los viejos trenes que funcionaron a vapor hasta mediados del siglo XX. Efectivamente, la generalización del uso del carbón mineral, una fuente de energía abundante y barata, protagonizó la revolución industrial, marcando un antes y un después en el desarrollo de la humanidad. Uno de los debates más intensos de los últimos años entre los historiadores es precisamente qué factores concurrieron para que la revolución industrial se produjera en Inglaterra y no en China o India que poseían un nivel tecnológico similar, e incluso superior, al británico. Al margen de las distintas interpretaciones, todos coinciden que el uso del carbón mineral supuso una revolución energética sin precedentes que haría posibles incrementos sostenidos de productividad en la industria y una auténtica revolución de los transportes, primero con el ferrocarril y más tarde con el barco de vapor.
En España, la industrialización llegó durante el siglo XIX de forma tardía, incompleta y limitada a algunos enclaves, especialmente Cataluña, País Vasco y algunos puntos de Andalucía. Las razones de este atraso en la modernización económica son muy variadas y complejas, pero sin duda la escasez de yacimientos carboníferos accesibles y bien comunicados tuvo bastante que ver. El carbón español de bajo poder calórico, estaba diseminado por las estibaciones del sistema ibérico, penibético y la cordillera cantábrica, en lugares de difícil acceso. Los altos precios del transporte ferroviario y el pequeño tamaño de las explotaciones hacían que su precio no fuese competitivo con respecto al carbón inglés. Durante la mayor parte del siglo XIX, la industria española tuvo una fuerte dependencia energética con el exterior, a pesar de los intentos de los sucesivos gobiernos por impulsar el desarrollo de una minería propia.
La Edad de Oro de la minería del carbón en España se vivió durante la I Guerra Mundial. La escasez de carbón a nivel internacional provocada por la guerra, ofreció a España una oportunidad de oro de colocar el mineral, particularmente el asturiano, en los mercados internacionales a un precio muy alto (derivado de la poca oferta). El boom exportador, y la consiguiente entrada de capital en las cuencas mineras, dio lugar a estado de euforia local y a expresiones tan caprichosas como “orgía hullera” para aludir a los inmensos beneficios que se derivaron de esta situación. Terminada la Gran Guerra, los productores internacionales volvieron a ocupar su lugar en los mercados, arrinconando al poco competitivo carbón español. El Gobierno emprendió entonces un programa de apoyo al sector a través de amplias medidas proteccionistas durante las décadas de 1920 y 1930, lo que permitió mantener la producción en los niveles de la guerra, esta vez orientada a abastecer el mercado interior.
El régimen de Franco, de carácter autárquico, situó al carbón en el centro de su plan energético y proceso de industrialización en el que las necesidades energéticas debían ser cubiertas por la producción nacional. La falta de resultados de esta política y las restricciones energéticas obligaron al régimen a liberalizar el sector, lo que terminaría con el proteccionismo en el que se había amparado durante el último medio siglo. A partir del Plan de Estabilización, se impulsarán otras fuentes de energía más eficientes y modernas, aunque sin abandonar al carbón. La producción de este mineral, junto con la siderurgia, siguieron siendo sectores estratégicos por lo que los apoyos estatales continuaran con el objeto de propiciar la modernización de las instalaciones y la concentración de las sociedades mineras.
El ingreso de España en el Mercado Común (1986) le obligó a asumir el proceso de reconversión del sector que en el resto de Europa había dado comienzo en la década de 1950. Esto supuso su definitiva liberalización, que acabaría sucumbiendo ante la competencia del carbón exterior más barato, así como el impulso de energías más respetuosas con el medio ambiente. El compromiso medioambiental adquirido por la Unión Europea al firmar el protocolo de Kyoto (1997) de reducir progresivamente la emisión de gases invernadero está tras la decisión de cerrar las minas de carbón no competitivas (2010/787/UE). El plazo dado por la Unión Europea al gobierno de España para cumplir este decreto expiró el 31 de diciembre de 2018. Durante todo este último periodo, más de 100 minas han echado el cierre dejando un amargo interrogante a las poblaciones que han vivido por y para la mina. Temas: Minería, Proteccionismo, Unión EuropeaAutoras: Susana Martínez (Universidad de Murcia) y Elena Catalán (UPV/EHU)Fotografías: